Los Líderes y la Chusma. Tribuna en el Diario La Rioja
«No se confunda usted; esto que hay aquí no es democracia, esto es chusma». Resulta difícil pensar en una cita más actual, pero la frase no es un entresacado de un analista sobre la situación política de la España de hoy. Fue lo que espetó en 1873 una de las reinas menos conocidas y efímeras de nuestra historia -María Victoria dal Pozzo-, la consorte de Amadeo I, al Pedro Sánchez del día: Manuel Ruiz Zorrilla, tras una tensa reunión del gobierno con los monarcas.
No era posible sintetizar mejor la naturaleza pueril del régimen español del momento. Huérfano de líderes tras el asesinato del General Prim, quedaron los niñatos de política: Emperadores del corto plazo, revolucionarios de trapillo. Una jauría que en apenas cuatro años fue capaz de enterrar todas las esperanzas suscitadas por la llamada Revolución Gloriosa. Harto de España, Amadeo I abdicó poco después, y España se entregó a una de sus pasiones más recurrentes: hacer el ridículo. En esta ocasión, en la forma de la estrafalaria I República.
Uno de los dramas de nuestra historia, que vuelve a visitarnos desde los escondrijos más siniestros de nuestro pasado, es la falta de líderes cuando toca encarar las grandes encrucijadas. Siempre parecen cogernos con el pie cambiado, o en una hora torpe. Toda una pandemia endémica durante más de dos siglos. Con miles de muertos clamando por un duelo a la altura de su sufrimiento, la política de nuestro país vuelve a ofrecer hoy un espectáculo bochornoso. En sesión continua y con voluntad de récord.
Siempre es posible rescatar una efeméride oportuna del almacén de la historia. Y en este caso, nuestro esperpento cotidiano convive con la conmemoración de uno de los momentos más importantes del pasado reciente de Europa. Me refiero a la caída de Francia ante el envite imparable de la invasión alemana; a la milagrosa salvación del ejército británico en Dunkerque; y a la victoria política de Winston Churchill sobre los que, aprovechando el trance, querían paz a cualquier precio, aún a expensas de entregar el continente a la tiranía nazi. Celebramos ochenta años de una primavera crucial en la historia de Europa y en la de toda la humanidad. Aquellos momentos nos siguen fascinando no sólo por la solemnidad de las imágenes de la evacuación de los soldados británicos bajo fuego de la Luftwaffe, o por el distópico panorama de la Wehrmacht desfilando por las calles de París. Volvemos a ellos ya que -además de forjar nuestro mundo- contienen una luz que nos ha sido robada. La de un liderazgo con capacidad de inspirar, y de moldear la evolución de la historia en beneficio de lo mejor de los seres humanos.
Sin duda Winston Churchill es el mejor ejemplo de todo ello. Con la sobriedad de la experiencia, con su humanidad desbordante, a través de su fe sincera en el parlamentarismo y en la democracia, Churchill es por si sólo una antorcha que destaca frente a la tiniebla del presente. Pero por qué no hablar de De Gaulle, que supo recoger del barro a una Francia humillada, y llevarla a sus mejores años. O Roosevelt, pionero al otro lado del mar en percibir que la amenaza de los fascismos excedía al viejo mundo e impelía a América a la acción… La II Guerra Mundial fue en efecto crisol de liderazgos quizás irrepetibles. Una gran generación sucedida además por otra no menos valiosa: Aquí, la de los grandes padres de la unidad europea. Allí, los que alzaron la bandera de los derechos civiles y nos salvaron de una tercera guerra mundial. Su estela poco a poco ha ido desvaneciéndose, y como en la obra de Valle Inclán, la presidencia actual de los Estados Unidos es el reflejo de aquellas de Kennedy, de Eisenhower o de Truman en un espejo deformante.
Donde quiera que miremos -en cualquier época- el liderazgo, para ser digno de tal nombre, es mesurado, sensato y prudente; indisociable de la severidad que otorga la responsabilidad. Se le requiere valor y consecuencia. Los discursos de Winston Churchill no han pasado a la historia por lo cuidado de la prosa, o la contundencia de la oratoria. Han trascendido su tiempo porque son la cristalización de un proceder en política, por que reflejan fielmente una acción pública que fue valiente, decidida, y humana; que se conmovió hasta las lágrimas ante la hecatombe y la pérdida de vidas humanas; que asumió su parte en la responsabilidad de todo ello cuando fue necesario. Cualquiera de nuestros demagogos corrientes puede disfrazarse de lo que no es, e intentar un buen discurso. De hecho, vivimos en cuarentena ahogados en las melosas salmodias de fin de semana de alguno de ellos. No es decir palabras, hay que vivirlas.
En enero de 1898 -al mismo tiempo que España se precipitaba hacia uno de los hitos más funestos de nuestra historia- La Francia de la III República atravesaba uno de sus momentos más difíciles. El llamado escándalo Dreyfus sacó a la luz todas las miserias de un país sumido en un ansia permanente de revancha, en cuyo altar estaba dispuesto a realizar sacrificios innombrables. Es el tema de la imprescindible “El Oficial y El Espía”, la última película de Roman Polanski. Entre las voces que se alzaron sobre aquella iniquidad destaca la poderosa de Emil Zola y su carta J’accuse, publicada en el diario L´Aurore. Todo un aldabonazo a una conciencia nacional envenenada. Yo no soy Zola, pero también debo gritar: ¡Yo acuso!
Y es que -frívolo, miserable y rastrero- el espectáculo de la política española en las últimas semanas es bochornoso. Cuando cerca de treinta mil muertos -si no otra razón- debían haber llamado a unos y a otros a elevarse sobre sus endémicas incapacidades, las imágenes del Congreso de los Diputados ofrecen un panorama despreciable que en todo caso nos recuerda a los últimos párrafos de Rebelión en la Granja de Orwell. Se están violentando los instrumentos jurídicos para gestionar una descomunal crisis, y se está emponzoñando la vida de los españoles, sacando a pasear los peores fantasmas de nuestra historia. Parecen guiados por una preferencia febril hacia el mal que solo podría atribuirse en justicia a un enfermo mental. Los protagonistas son sin embargo nuestros muy conscientes representantes electos. Dominan en el despliegue del esperpento los que más responsabilidad tienen: Los que asumen las labores de gobierno. Nos dicen que salimos más fuertes, pero vampirizan el fondo moral necesario para hacerlo posible, y nos llevan a afrontar la que se promete como crisis económica y social sin precedentes, no sólo más pobres, sino enfrentados y rabiosos; henchidos de un odio que nadie parece entender que bien podría consumirnos a todos. Todo ello, sin entrar en la incompetencia insultante con la que se ha gestionado el día a día de la crisis.
Nuestra política de hoy reproduce, amplifica y condensa lo más macabro, los peores vicios de nuestro pasado: El egoísmo, la abdicación de toda voluntad de talento, la carestía de rumbo o de mínima voluntad de grandeza, e incluso el regocijo en la miseria moral. El nudo en el estómago con la que lo escribo me recuerda -amplificado- al que se siente al visitar la sala del Museo del Prado que contiene las Pinturas Negras. El último Goya es, efecto, el mejor cronista de la España de 2020. De nuevo, el duelo a garrotazos. El Congreso como aquelarre cotidiano. Arrojándose unos a otros los muertos, y los golpes de Estado.
No diré yo que no haya líderes entre las hienas, pero sí puedo afirmar -con contundencia- que domina la chusma. Ramplona y miserable. La misma que nos ha empujado a nuestras horas más tristes. Se ha hecho fuerte y pretende resumirnos a todos en su malvada simplicidad. Nos quiere cautivos y partisanos. Frente a ella no vale la respuesta fácil, o un regate corto apenas más elaborado que el del adversario. Pero sí recordar que hay otra forma de hacer las cosas. La de los líderes. Sin atajos, y sin demagogia. Con la responsabilidad como faro y con los ciudadanos como su centro. Sólo a través de ese liderazgo, y de una ética de la ejemplaridad podremos afrontar juntos el desafío inédito que se avecina frente a nosotros. Como dijo Kennedy no sólo serán necesarios esfuerzo y coraje, sino -sobre todo- propósito y dirección. Ahora mismo somos huérfanos miserables de todo ello.