Tribuna en LA RAZÓN «La Guerra Infinita»
Hoy hace precisamente setenta años la II Guerra Mundial finalizaba en el escenario de guerra europeo. Quedaba aún pendiente la derrota del Imperio Japonés. Apenas dos meses más tarde se probaría en Nuevo México “Trinity”, el primer artefacto atómico de la historia. Su éxito sería la sentencia de Hiroshima y Nagasaki, y el alba de un nuevo y terrible mundo: el de la destrucción mutua asegurada. Y es que aquellos años de acero y fuego confirmaron de sobra al estadista canadiense John Abbot cuando definió la guerra como la ciencia de la destrucción. Los propios cimientos de la humanidad se habían resquebrajado en el proceso.
El mundo de 2015 sigue siendo en gran medida deudor de aquel se fraguó en el combate ecuménico contra el nazismo y sus aliados. El resultado no sólo fue, además de la derrota del III Reich, la perdida de millones de vidas o la destrucción material en Europa y Asia, sino la confirmación de la escala titánica que puede alcanzar la vileza del hombre. Los hombres parecían querer aprender la lección, y de aquel horror nació la necesidad de un nuevo orden internacional que se dotase de instituciones firmes capaces de imponer la paz en el mundo: Las Naciones Unidas. Una de las más sugestivas mezclas de hazaña y ridículo de entre las construcciones forjadas por el hombre.
Una Europa que en la que por dos veces en cincuenta años se había alzado la espada mano contra hermano, hundiendo al continente en el mayor de los abismos, se convenció de que sólo a través de la cooperación sería posible construir un futuro de esperanza. La guerra fue, en efecto el germen del proceso de construcción europeo. Y hoy una nueva Alemania, cívica democrática y pujante es la cabeza indiscutible de una Unión que, sin embargo, se tambalea ante una crisis económica que ha hecho que desde Atenas se resucite el fantasma de la amenaza que suponen las ansias de hegemonía germanas. Y es que el oportunismo es una de las mayores fuerzas motrices del comportamiento humano
1945 fue el año de la consagración de la Unión Soviética como superpotencia. Una que devoró y consumió todo el este de Europa en la pesadilla del paraíso socialista. La caída del Muro de Berlín y el colapso del comunismo hizo pensar en una nueva Rusia pacificada, y responsable; plenamente integrada en sistema de las democracias liberales. Pero hoy, en las mismas estepas en las que se libraron alguno de los mayores combates entre la Wehrmacht y el Ejército Rojo, de nuevo nos encontramos a una Rusia lanzada en tromba, su objetivo es la destrucción de Ucrania como estado independiente. Setenta años después, no cabe duda, el nacionalismo ruso vuelve a hacer temblar a una Europa inerme.
Mientras, Estados Unidos se aleja cada vez más de esos problemas envueltos en naftalina para mirar al Pacífico como nueva tierra de promisión de las relaciones internacionales. Es el alba de una nueva era que tiembla ante China, cuyo diluido comunismo maoísta se fraguó en la lucha atroz contra la barbarie del militarismo japoneses. Todo ello sin descuidar la Casa Blanca Oriente Medio y el atribulado mundo árabe, cuya problemática descolonización, junto con el visceral rechazo del universo islámico a la creación del Estado de Israel aún hoy constituye uno de los puntos de fricción más acuciantes para la paz en el mundo. Y no hay nada ni nadie que pueda relevar a los Estados Unidos en la abrasiva responsabilidad que se ha autoimpuesto en esa zona estratégica. Un papel, de nuevo, deudor de un protagonismo sin parangón en la historia, sobrevenido al país de las barras y las estrellas con la Segunda Guerra Mundial.
Al volver nuestra mirada a la Segunda Guerra Mundial nos debatimos entre la historia y el mito. Mucho de lo que sucedió en aquellos años será para las nuevas generaciones, cada vez más, una mera nebulosa cinematográfica. Mientras tanto, en demasiadas partes del mundo caminamos por el mismo precipicio entre la paz y la locura que en 1939. Mantener viva la memoria de la Segunda Guerra Mundial es un escudo contra la tiranía. Una vigilia necesaria en la que la responsabilidad de nuestro tiempo es mayor, por que hoy tenemos constancia de las tinieblas que puede engendrar la sinrazón del hombre, y de que la técnica convertida en terror global sitúa el reloj del fin del mundo a apenas cinco minutos de media noche.
Pero también hay motivos para la esperanza, por que aquellos fueron también años de liderazgo inspirador, de política grande y de hazañas del espíritu humano contra la adversidad y la duda. Todo ello se resume en dos palabras que merece la pena recordar siempre, y más en una semana de elecciones en el Reino Unido: Winston Churchill.