«Si Cae Madrid», tribuna en El Mundo
Digamos para empezar que, al menos en cierto sentido, Barcelona ha caído. No quiero decir con eso que la que podría haber sido capital del Mediterráneo no sea una maravillosa ciudad. Pero como la Roma de la decadencia, tras ser asolada por Alarico el Godo, o el Capitolio de Washington, mancillado por las hordillas trumpianas, la Barcelona de hoy languidece enmudecida de los mejores ecos de su historia. Lo hace en manos de la más lamentable vahada de demagogos, que encajaría mejor conjurando maleficios junto al fuego, al amparo de un menhir, que dirigiendo una sociedad abierta. Es un mal de toda Cataluña. El efecto del procés.
Como en uno de los periodos más trágicos de la historia de Polonia, que allí llaman El Diluvio, España vive en estos tiempos revueltos su orvallo particular. Y no cesa. A la pandemia tenemos que añadir las sandeces de nuestra vida pública; estas semanas, en forma de los pinitos de los niñatos Borgen. Sí, los próceres de chupete de la nueva política que, entre serie y serie, no han encontrado mejor momento que este para descubrir como homérica la idea de montar mociones de censura a tutiplén. La nueva política se ha resumido a eso, a jugar a ser Tyrion Lannister, pero sin gracia.
Y ahí aparece Madrid. Elevada por la furia electoral a la categoría de rompeolas hípster de todas las Españas. La capital y su región -su política- reinan en las tertulias, y con solo decir su nombre, el guirigay asalta el cielo. Es el campo de batalla de la España del momento. Con Ayuso o contra Ayuso; sociedad abierta, o bares y terrazas cerrados. Y como guinda, Revilla epidemiólogo y los franceses, de nuevo los malos de la película. Como en el Dos de Mayo.
Cela dijo aquello tan cacareado de que Madrid era un poblachón manchego, mezcla de Navalcarnero y Kansas City. Con ello, reflejaba cierto desdén de los españoles hacia su capital. Hoy, sin embargo, Madrid es el último refugio de una España que no sea extranjera de sí misma. Con su alma imperial y su corazón de chulapo, Madrid es la delicia del viajante de museos y experiencias, o del profesional de la barra de bar; del profe universitario de provincias que busca nuevos aires, o del insensato idealista pubertoso que quiere hacerse un hueco en el pintoresco mundo del diseño de videojuegos. Es el mito español de nuestro tiempo, un símbolo que lancea ideologías para aspirar a ser un sólido punto de unión en una sociedad ebria de divisiones, destiladas desde el poder.
Madrid atrae, por que como decía Henri Pirenne el aire de la ciudad hace libre. Y en esta España en almoneda, bien puede acabar siendo el último gran espacio de libertad entre los pirineos y el Alentejo. Madrid es, en definitiva, mucho más que una región mejor o peor gobernada; es una atalaya de cosmopolitismo frente a la creciente marea volkish con la que tan cómodo se siente al parecer el PSOE pedriano.
Pablo Iglesias ha debido leerse la entrada sobre Milton en Wikipedia, y se ha dado cuenta de que es mucho mejor ser señorito en Sol, que siervo adelantado en la Moncloa. Lo apuesta todo al rojo, y si los números dan, irá a por la presidencia de la Comunidad. Ángel Gabilondo por su parte es persona honorable; un reflejo de lo que su partido ha olvidado debería ser. Pero me recuerda demasiado al bienintencionado Lord Darlington de Ishiguro cuando proclama eso de que Podemos le parece demasiado radical, y que no gobernará con ellos. Como Felipe II con su heredero, temo que me lo gobiernen: Si la izquierda suma, el poder de la Comunidad se irá a Galapagar.
Con estos mimbres, yo sólo sé que amo este Madrid y no quiero que la fiscalidad patriótica me lo cambie. Madrid, que me acogió hace ya veinte años y que me ha atrapado en su red mundana de desenfado canalla, que es el mejor antídoto para tanta nacioncita excluyente. No sólo su tramoya, que en algunas esquinas parece París; desde Torre España, Buenos Aires; y -casi siempre- simplemente Madrid, sino sobre todo su franqueza: lo que Zapatero -que era un poco cursilón- llamaba talante. Me gusta incluso que Madrid apenas tenga río para poder añorar el mar, e incluso el Ebro, sin vergüenza, y escaparme al Lozoya en busca de consuelo, y descubrir que lo mejor de Madrid es lo que está sin edificar.
Los problemas de Madrid son siempre preocupaciones nacionales, y las elecciones de mayo trascienden lo concreto, o el perfil de cualquiera de los candidatos para erigirse en nuestra batalla de los campos de Pelennor. Se trata de preservar el estilazo de Madrid y rescatar el sueño de una España de vanguardia, que se escurre en nuestras manos. Por el camino quizás hasta empezamos a arbolar de nuevo el centro derecha español, que ahora mismo es un arbolito mustio, muy post Filomena. Lo otro sería permitir que el aquelarre se imponga: el festival de los fanáticos y de los tontos triviales, rifándose el poder. Algo así como la escena final de La Caída del Imperio Romano de Anthony Mann. Maravillosa película, rodada, por cierto, en Madrid.
En definitiva, si cae Madrid… caemos todos.